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El Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales, pese a su denominación, grava la manifestación de capacidad económica que se pone de manifiesto por el adquirente con ocasión de las adquisiciones onerosas que realiza, cuando el transmitente no es empresario o profesional o no actúa como tal en la transmisión. Grava pues una manifestación indirecta de capacidad económica.

                La medición de la capacidad económica gravada no puede ser otra que el valor real del bien o derecho adquirido, sin embargo, la delimitación de lo que haya de entenderse por tal no es sencilla. Se trata de un concepto jurídico indeterminado que se puede describir como aquel valor que sería acordado por sujetos independientes entre sí suficientemente informados.

                La Ley del Impuesto, al regular la base imponible considera como tal el valor de mercado y lo define como “el precio más probable por el cual podría venderse, entre partes independientes, un bien libre de cargas”.

                Si se aúna una y otra definición parece claro que en las operaciones de compraventa de bienes sujetas al impuesto, si la transmisión se produce entre sujetos independientes entre sí conocedores del mercado, salvo que exista en el negocio jurídico una simulación relativa (expresado en román paladino: que el precio que se haga constar en la transacción sea inferior al realmente satisfecho) el precio acordado por las partes deberá ser coincidente con el valor de mercado que, por lo demás, parece obvio que no es una cifra exacta sino una horquilla entre dos cifras próximas entre sí.

 

 

                Históricamente, la capacidad de control que tenía la Hacienda Pública sobre los contribuyentes no era excesiva, de ahí que, en su origen, la regulación del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales contuviera una norma y un procedimiento para llevar a cabo la comprobación, no sobre si en la operación realizada se había satisfecho un precio superior al declarado, (no por tanto sobre si se había defraudado el impuesto debido), sino sobre si el valor declarado era o no inferior al valor real o al valor de mercado.

                La inercia administrativa ha hecho que, pese al notable incremento de los medios a disposición de la Hacienda Pública, en este caso las Administraciones Tributarias Autonómicas para controlar las posibles defraudaciones, el procedimiento al respecto siga siendo el de comprobación de valores.

                Sin embargo, los tribunales de justicia han venido anulando las liquidaciones dictadas por la administración al amparo de valoraciones en las cuales no se contenía motivación más allá de frases estereotipadas válidas para esa valoración o para cualquier otra, transacciones realizadas en operaciones que carecían de similitud con la que era objeto de valoración, etc.

                Como en tantas otras ocasiones, en lugar de acudir a la raíz del problema persiguiendo las operaciones en las cuales la administración pueda detectar, prima facie, que el precio satisfecho es inferior al realmente pagado a través de un procedimiento inspector y que, además, determinará la imposición de la sanción correspondiente al defraudador, utiliza una reforma legislativa para debilitar los derechos del administrado y permitir que “se inventen” valoraciones cuya correlación con el mercado es más que discutible.

                Si hasta la reforma legislativa a la que a continuación se hará referencia, era la administración la que debía justificar y motivar por qué su valoración era el valor de mercado y, en consecuencia, no lo era el que habían acordado dos sujetos independientes entre sí, presumiblemente, suficientemente informados, con la reforma legislativa se invierten las tornas.

                Para los bienes inmuebles, estableció la reforma que el valor de mercado será el valor de referencia previsto en la normativa reguladora del catastro inmobiliario en la fecha del devengo, ahora, eso sí, si el valor declarado es superior servirá de base imponible este último.

                Los comentaristas del aludido precepto no sólo criticaron la nueva regulación en relación con la merma de los derechos de los contribuyentes, sino que ya señalaron que la nueva regulación no iba a hacer desaparecer la conflictividad tributaria en este punto, ni mucho menos.

                En el fondo este precepto recupera tácitamente el viejo principio de nuestro ordenamiento, solve et repete, en la medida en que no permite recurrir el valor de referencia catastral, sino que sólo podrá instar la rectificación de la autoliquidación si entiende que el valor de referencia ha perjudicado sus intereses legítimos, es decir, cuando el obligado tributario ha autoliquidado y pagado (o aplazado el pago).

                  En definitiva, como se presume que el comprador de inmuebles cuando compra lo hace con una simulación relativa en el precio de la transacción, fijemos un valor de referencia para liquidar el impuesto y olvidemos la búsqueda del valor real y, por lo menos se garantiza la recaudación.

                Ese modo “pragmático” de proceder por parte del legislador, incide también de modo negativo en las decisiones de los contribuyentes a la hora de adquirir un inmueble y en los propios intereses de la Hacienda Pública: Si el precio de la transacción es superior al valor de referencia catastral el comprador puede verse tentado a abonar la diferencia sin que figure en la escritura, sabiendo ya que dicho valor no puede ser revisado en un procedimiento de comprobación de valores ni, probablemente en ningún otro. Por el contrario si el valor de referencia es superior al valor de mercado (y en mi experiencia profesional me he encontrado con numerosas ocasiones en que es así) el comprador puede descartar la operación no sólo por el incremento de tributación que representa el impuesto al tener que pagar no sobre el precio satisfecho sino sobre un valor superior (que insisto es superior al de mercado) sino también, porque, ahora sí, puede ser llamativo que en la escritura de compra se declare un precio inferior a aquél por el que se autoliquida.

                Prescindir realmente de los principios (capacidad económica, tutela judicial efectiva, buena administración) aunque formalmente se respeten no es el mejor camino para favorecer una relación de confianza entre la Administración y los contribuyentes.